domingo, 27 de febrero de 2011

Buffalo Bill ha muerto.


El preso de la celda 67, ese personaje con el que nadie quería juntarse, que exhalaba un repelús místico. Decían que por las noches levitaba, no paraba de emitir ese ligero canto tribal. Sus compañeros de celda eran encontrados hablando solos, leyendo libros al revés o actuando con los objetos como si fueran mascotas, decidieron aislarlo. Le llamaban Bill el pescador, porque lanzaba desde su ventana una caña, y cada lunes colocaba como anzuelo una hoja diferente del libro "Buffalo Bill ha muerto", de E.E. Cummings, que coincidía con el número de semanas que sumaba su condena.


Nadie conocía muy bien cuál había sido su delito, algunos contaban que había estado en Guantánamo, que formaba parte de un grupo islamista, otros que había atravesado el corazón de un juez con una lámpara. En las paredes de su celda estaba escrito: “Dios también vomita”, que al principio le obligaban borrar, hasta que le dejaron en paz.


Rara vez salía al patio, y cuando lo hacía se quedaba en un rincón estudiando las nubes, se pasaba horas mirando al cielo, mientras seguía con sus cánticos low-fi. Los nazis, los chicanos, los de raza negra o asiática, los samoanos, los italianos, los rusos… nadie se acercaba a él. Escuálido y de tez morena, con una ligera barbita blanca y el pelo ralo, también canoso.


En el comedor la cosa no variaba. Comía muy poco y bebía agua a sorbos cortos. Nunca fallaba su liturgia diaria antes de sentarse. Mientras transportaba su bandeja, iba soplando las mesas como para quitarles el polvo, los demás, en silencio, hacían como que no le veían.


Llegó el día de su liberación. Todo fue rápido y deslizante. Las puertas que se cerraban a su paso no hacían ruido. Le entregaron sus únicas pertenencias, dos bolsas de piedrecitas. Se abrió el último portón, un ligero lengüetazo de viento le dio la bienvenida. El guardia situado en la caseta de entrada le hizo un gesto de libertad.


Cerca de una hora estuvo ahí parado, sin moverse, gimiendo ese cántico de palabras desenfocadas. De repente, a lo lejos, se empezó a oír un motor, un vehículo se acercaba lentamente. Los guardias y el alcaide no dejaban de mirar los monitores de seguridad, el morbo y la curiosidad les pesaba en el pecho como un sofá-cama. El ruido de ese motor, como una especie de barco grande, muy grande, se oía desde cualquier punto de la cárcel. Las señales de los monitores empezaron a fallar, a parpadear. Ese vehículo estaba muy cerca, el sonido atronador segmentado en boooooms crecía exponencialmente. No se oía otra cosa. Todo el mundo se tapó los oídos en vano. Un ligero olor a resina de árbol mezclada con pasta de dientes se coló por las grietas y rincones. De repente cesó el ruido. Los presos se agolparon en sus barrotes, en esas costillas del bien. El alcaide y un grupo de carceleros se dirigieron a toda prisa hacia la salida, se pararon en la puerta, miraron al guardia y éste les señaló el cielo, manadas de nubes seguían a Bill el pescador.


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