jueves, 5 de agosto de 2010

L.A.




Los niños jugaban a dirigir la boca hacia el sol, abrirla al máximo y guardar los últimos rayos de la tarde en sus estómagos. México. A esa hora en las puertas de las casas iban sedimentándose las madres, esposas o viudas respectivas, cotilleando sobre temas del pueblo y de la vida en general, haciendo valer el dicho de que lo ultralocal es lo más universal, y los hombres, algo más desperdigados, volvían de las tierras, del bar, de la cuadra o de dónde fuese. Justo antes de cenar, se celebraba una reunión para hacer recuento de niños, hombres y mujeres. Se hacía de una forma muy militar, ordenándose por tamaño, edad, color de pelo, género y estatus social. Cierto día pasó lo que tenía que pasar, el pueblo entero tuvo la sensación de que faltaba alguien. Contaron una y otra vez, se preguntaron uno por uno, fríamente, mirándose a la cara, sin parpadear ni expresar gesto alguno. Repasaron las imágenes grabadas por las cámaras de seguridad instaladas en todo el pueblo, pero no obtuvieron ninguna prueba visual de que faltase alguien. Se escribió en las paredes todos los nombres de los habitantes, de los familiares cercanos y lejanos, para constatar que todos estaban ahí literalmente. Quedaron todas las casas pintarrajeadas, como si estuvieran forradas de papel de periódico, sólo respetaron un trocito de pared dónde había un corazón azul con las letras LA, que nadie antes había visto, ¿sería una prueba?, ¿iniciales?, ¿Los Angeles, California?. Volvieron a las imágenes grabadas por la cámara que vigilaba esa zona, la aparición del corazón coincidía con el momento justo en que ellos se dan cuenta de que hay un corazón. Antes no estaba y cuando lo miramos está, repetían todos a la vez.

El pueblo entró en una dinámica de desorientación. No había manera de quitarse esa sensación de encima, vivían angustiados. La perdida de la persona y la aparición del corazón era algo que no tenía explicación, como si un sentimiento común materializara hechos paranormales. Al cabo de un tiempo pactaron desalojar el pueblo, empezar la vida por separado en otra región, en otro valle, recuperar la tranquilidad.

Así que de forma ordenada y estricta se marcharon. La casa más lejana a la carretera fue la primera, y la más cercana la última, como cuando se friega el suelo de una habitación. Nadie lo dijo, pero todos se dirigieron dónde el corazón les decía, L.A., Califorina.

Desde entonces sólo el ruido de las cámaras automáticas es capaz de romper el silencio del pueblo, grabando y almacenando los nombres escritos en las casas, en los palomares, en los garajes, nombres de gente desconocida y desaparecida.

2 comentarios:

amanda dijo...

bieeeeeeen lobo-hombre, bien!
bonito relato.

el lobohombre dijo...

Gracias amanda, no las tengo todas conmigo con este cuento, pero tenía que quitármelo de encima de alguna forma, un saludo!