domingo, 3 de mayo de 2009

Vendado


Ser una momia en los tiempos que corren no es fácil, pero tampoco creo que lo sea ser un vagabundo, un buen actor o una sardina, ni siquiera un vagabundo que haga un buen papel de sardina.

Mis padres y yo salimos de El Cairo en la época de las invasiones arqueológicas, ya no estábamos a salvo en las catacumbas de la zona norteafricana, así que con un primer intento frustrado, (fuimos engañados por un alacrán gigante de ojos de rubí, que nos preparó una balsa de papiro, y que se hundió al mojarse nada más posarla sobre las aguas mediterráneas), no nos quedó más remedio que comprar un billete de avión, con todo lo que ello acarrea, imagínense la cara de estupefacción de los pasajeros cuando situábamos en el portabultos diez ovillos de vendas. Ése era todo nuestro equipaje.

La llegada como pueden imaginar tampoco fue nada fácil. Esperábamos unas zonas comunes de entierro mucho más lujosas, ya no digo pirámides pero bueno no sé, algo mejor que esos nichos impersonales, o esas tumbas tan mal oxigenadas. Nos llamó la atención la inexistencia de seres mitológicos.

Nos instalamos en unas minas, que nos servían de catacumbas, ahí vivimos los siguientes veinticinco años. Tuvimos que comprarnos algo de ropa para mezclarnos con la gente.
Paradójicamente, cuanto más vestidos íbamos, más se reían de nosotros. Para ellos sería como disfrazarse de alguien disfrazado.
Mi padre no sabía comerciar en los mercadillos modernos, llamados supermercados, donde el regateo, intercambio o negocios no existían, ni tampoco encontraba hipódromos con dromedarios. Le vuelve loco el mundo del dromedario.
Mi madre estaba totalmente desubicada, y yo siempre que iba al colegio recibía bofetadas. En fin se nos hacía muy difícil entrar a formar parte del sistema.
Decidimos pasar veinte de los veinticinco años dentro de nuestros sarcófagos, durmiendo, ya que ni siquiera teníamos pasillos hacia otras vidas. He de decir que yo me despertaba de vez en cuando y salía a dar vueltas, empapándome sin querer de aquel tipo de vida, de la moda, del cine, la televisión, la música...
Al principio me desplazaba en bici, pero las vendas se enganchaban constantemente en la cadena y los radios de las ruedas, más tarde me hice un monopatín, que pasó a ser un patinete con manillar, ya que la posición de ir con los brazos estirados es mucho más natural en mí.


Hicimos un despertamiento oficial, y probamos de nuevo. Cada vez salía más por ahí y les contaba cosas a mis padres, aunque éstos no le prestaban mucha atención, siempre estaban callados en las minas, melancólicos, y me enviaban a estudiar jeroglífico.

Mi padre que ya no era ningún chaval a la edad de cuatro mil trescientos ochenta y cuatro años, decidió volver a casa, viendo que todo aquello no iba con él ni con mamá. Me dejaron una nota a la entrada de la catacumba ( foto: arriba derecha): “Hijo me voy con mamá a casa, como sabemos que a ti esto te gusta, no queremos despedirte porque no podríamos aguantarlo, tu madre se echaría a llorar escarabajos y a mi me impresiona mucho ver sus cuencas oculares así. Te queremos con locura y si algún día decides volver a casa, ahí te esperaremos". Creo que eso decía el jeroglífico, porque confundo las palmas de la mano de los hombres perro, no sé si hacia arriba significa locura o desgana.

Inmediatamente decidí mudarme de residencia. Las minas no estaban mal, pero me quedaban muy lejos del centro, y siempre tenía que estar sacudiéndome las vendas al salir a la superficie. No tardé en encontrar un emplazamiento bucólico en el que instalarme. Era un centro deportivo abandonado, con una gran piscina vacía, pista de fútbol sala y de baloncesto, gimnasio, zonas de duchas, y lo mejor de todo era que en una sala del recinto, donde se practicaban masajes y saunas, se hallaba en muy buen estado una máquina de rayos uva en forma de sandwichera humana, que me servía como perfecto sarcófago postmoderno. Seguramente no es lo que mis padres quisieron para mí, pero no pude encontrar nada mejor.
Además la sala se encuentra a dos pisos bajo el suelo, por lo que la oscuridad y el silencio daban sensación de catacumba urbana.

A veces conocer a gente interesante era difícil, no digamos ya si uno se vuelve un poco exigente y encima es una momia, como es mi caso, entonces el hecho de relacionarse se vuelve asaz abstruso, y de novias no hablaré mucho porque no hay mucho de qué hablar. Una vez salí con una chica, que todavía hoy me preguntó como fui capaz de gustarle, quizá por el hecho de ser un poco diferente, le picaría la curiosidad. No diré su nombre por respeto. Al principio lo pasamos bien, me preguntaba sobre el antiguo Egipto, reíamos juntos, le enseñaba a escribir en jeroglífico, decoramos juntos la catacumba, a veces se quedaba a dormir conmigo en el aparato de rayos uva. Pero al cabo de un año y medio, la cosa dejó de funcionar, la relación había perdido mucha chispa. Intenté durante un tiempo ser su amigo, pero yo no podía soportarlo y dejamos de vernos. Me afectó muchísimo y eso que hace siglos que dejé de tener corazón.

El dinero me seguía llegando junto con las cartas de mis padres, me contaban lo bien que estaban, a pesar de los primeros achaques tanto de mi padre, se ve que la tendinitis le molestaba mucho, como de mi madre que tenía enfermos a los escarabajos internos. Pero nada muy serio.

Por aquel entonces, aun con el escozor de sentirse algo solo, yo era feliz sin ser consciente de ello. Me dí cuenta más adelante, cuando pasó lo que nunca debió pasar.

2 comentarios:

Rodrigo dijo...

Este es uno de esos escritos en los que se imagina lo inimaginable y se disfruta mientras se hace. Muy buen regreso. Me gustan tus relatos y ese estilo que ya va tomando forma.

Un saludo. Yo sigo descansando.

el lobohombre dijo...

Gracias Rodrigo!, éste es un relato que me gustaría ampliar a "algo más", pero me falta tenacidad.
A ver si te activas y me paseo por tu mundo.

Saludos!